3° AÑO C


texto 1
El árbol mágico



En el centro de una placita, en el pueblo, había un precioso árbol. El árbol tenía ramas muy largas para los costados y también para arriba. Parecía un poquito unos brazos locos que invitaban a los niños a subirse a él.
Pero el árbol, que ya era muy viejito, porque tenía 103 años, estaba un poquito triste. Resultaba ser, que de tan abuelito que era, de tan tan pero requete tan gordo que estaba - Había bebido mucha lluvia decían - , le pusieron una cerca a su alrededor...con un cartel. Pero como el no sabía leer... Estaba más y más triste porque era un abuelito sin la alegría de sus chiquitos.
Un día escuchó el árbol - porque saben oír muy bien ellos, eh! - que alguien leía el cartelito: - Árbol centenario. Monumento histórico nacional. Plantado por.....
Pero al árbol no le interesaba nada esas cosas, el quería oír risas y sentir cómo se trepaban los chicos... oir los secretos que le contaban... pero no le gustaba nada cuando las personas grandes le hacían daño, escribiéndolo o rompiéndolo.
Tanto tiempo había pasado... que el árbol ya se había cansado de esperar.
Cuando esa tarde de primavera, un chiquito, de unos 10 años, pasó la cerca! Qué contento se puso el árbol...! Tanto, que escuchen bien lo que pasó:
El chiquito fue a buscar a otro amigo para no estar tan solito. Treparon a una rama que iba para el costado del sol y se quedaron recostados contándose cosas... pequeños secretos de cosas que les gustaría hacer.
El árbol escuchaba todo y se reía con sus hojas alegres. Entonces pensó que sería una linda idea hacer un poquito de magia.
El chiquito que primero había trepado se llamaba Guillermo, el otro Agustín. Guillermo le contó a Agustín que él quería poder ganar muchas veces a las bolitas para que Jorge no se riera más de é en el colegio, y así Carlota se haría su amiga.
Al día siguiente misteriosamente, Guillermo ganó en todos los recreos a las bolitas y Carlota le dijo que lo había hecho muy bien y le regaló una bolita preciosa. Guillermo estaba muy contento y guardó esa bolita como "la bolita de la buena suerte"
Esa misma tarde, después del cole, fue saltando y cantando de alegría al árbol, a encontrarse con Agustín y le contó todo lo que pasó.
Así, el árbol escuchó todo y estaba muy feliz, ahora se reía muy fuerte con sus ramitas y sus hojas... - La magia funcionó! se dijo el árbol.
Agustín también le contó lo que quería hacer con muchas ganas y fue así como el árbol abuelito se convirtió en el ÁRBOL MÁGICO, el que concedía los sueños.





texto 2
A veces la amistad es suficiente.


Autor: Jaime David Guardado López. (Grey Wolf Writer.)
A veces la amistad es suficiente.
De pronto enfermaste y no supe porque. Yo era tu protector y falle. Desde el principio debí protegerte y no se como esto empezó. Desde que naciste estuve a tu lado. En las buenas y las malas te acompañe, aunque nunca lo supiste. Aunque a veces creo que lo sospechaste y que de alguna manera te enteraste. Ahora yaces en cama, enferma. Sintiendo tu vida escapar de tu ser. Los médicos no saben que tienes. Yo tampoco y por eso mi desesperación. La luz de tu vida se apaga. Tus fuerzas parecen escapar de tí. Te han hecho estudios de todo y nadie explica ni dice lo que quiero saber. ¿Qué tienes? ¿Y si vas a estar bien?
He hecho todo lo que puedo, todo lo que esta a mi alcance. Tome mi poder y esperanza y la transforme en fuerza y te la di. La fuerza que te di escapo y se esfumo, tu cuerpo no la retuvo. Es como si tu misma la hubieras rechazado. Brille y con mi luz tu cuerpo bañe. Con luz y esperanza te envolví, para devolverle la chispa a tu vida. Pero aunque brille y brille durante días, no restaure tu luz. Fue como si me hubieras ignorado todo ese tiempo y mi luz nunca te hubiera alcanzado.
"¿Acaso no hay cura? "
Y fue entonces cuando rece. Rece como hacías tu hace tiempo. Antes de enfermar. Puse mis rezos y deseos, las bañe con luz, esperanza y fe y las lance al cielo en forma de estrella. Ve, ve mi dulce estrella ve y llega a tu destino y tu camino no pierdas, dije. Y mi estrella se marcho y ascendió a los cielos.
Esa noche como todas desde que enfermaste estuve a tu lado. Y la respuesta llego. En forma de una blanca y radiante paloma. Tan radiante que parecía hecha de luz. Y ella me dio la respuesta y por fin comprendí que pasaba. La había protegido del mal, pero no de todo los males. Sin haberme dado cuenta deje que tu misma te dejaras morir. Estabas triste y me fije, más tu llanto no escuche y por lo tanto sola te deje. Y la paloma me lo dijo y yo le pregunte: ¿Qué puedo hacer?
Y ella me dijo: ¿A veces con la amistad es suficiente? y se marcho a lo cielos. Al ver al espíritu que purifica el alma comprendí. Siempre fui tu protector más nunca fui tu amigo. Nunca te di la compañía que necesitabas después de que tu madre murió en un accidente, lejos de mi protección ya que mi deber era estar contigo. Su ángel no la protegió, tal vez, porque sabia que era su momento. Y después tu padre no se pudo ocupar de ti. No supo como ser padre y madre al mismo tiempo y con los recursos que contaba te dio una niñera. Una niñera a la que nunca le importaste y aun ahora no tiene tiempo ni cariño para ti. Tu padre y tu niñera te dieron seguridad pero nunca más el amor, el cariño y el tiempo suficiente para ti.
Y yo con sólo dedicarme a protegerte nunca cumplí enteramente con mi misión. Me acerque, me arrodille ante ti. Vi tu tierno rostro. Dulce niña de 6 años. Bella dulzura que enterneces mi corazón. Y con lagrimas en mis ojos, te bese en la mejilla y te pedí perdón. Y luego dije. "¡Quiero ser tu amigo!"
Y te abrace y con mis alas te cubrí y así estuve sin dejarte un sólo momento. De pronto lo pude sentir. Y también lo vi. Tus ojos abriste y sonreíste. Y sentí crecer algo en mi. Y la luz de tu alma y la mía volvieron a brillar. Y tu me preguntaste: "¿Quién eres? Y yo te dije: "Un amigo y nunca te abandonare" y con lagrimas de alegría en mis ojos y una sonrisa en tu cara y beso en la mejilla te di. Y de pronto sabía que estarías bien y yo también. Y que por siempre sería yo su ángel de la guarda y un amigo para toda la eternidad.
FIN










texto 3
La araña y la viejecita.
En una casita, en lo alto de una montaña, vivía hace tiempo una viejecita muy buena y cariñosa.
Tenía el pelo blanco y la piel de su cara era tan clara como los rayos del sol.
Estaba muy sola y un poco triste, porque nadie iba a visitarla.
Lo único que poseía era un viejo baúl y la compañía de una arañita muy trabajadora, que siempre le acompañaba cuando tejía y hacía labores.
La pequeña araña, conocía muy bien cuando la viejecita era feliz y cuando no.
Desde muy pequeña la observaba y había aprendido tanto de ella que pensó que sería buena idea intentar que bajara al pueblo para hablar con los demás. Así aprenderían todo lo que ella podía enseñarles.
Ella les enseñaría a ser valientes cuando estén solos, a ser fuertes para vencer los problemas de cada día y algo muy, muy importante a crear ilusiones, sueños, fantasías.
Las horas pasaban junto a la chimenea y las dos se entretenían bordando y haciendo punto.
La viejecita, apenas podías sostener las madejas y los hilos en sus brazos.
¡Qué cansada me siento!, ¡Me pesan mucho estas agujas!. Decía la ancianita.
La arañita, la mimaba y la sonreía.
Un día, la araña, pensó que ya había llegado el momento de poner en práctica su idea.
¿Sabes, lo que haremos?. ¡Iremos al mercado a vender nuestras labores!. ¡Así, ganaremos dinero y podremos ver a otras personas y hablar con ellas!.
La anciana no estaba muy convencida.
¡Hace mucho tiempo que no hablo con nadie!. Dijo: la anciana.
¿Crees que puede importarle a alguien lo que yo le diga?.
¡Claro que sí!. ¡Verás como nos divertimos!.
Se pusieron en marcha, bajaron despacito, como el que no quiere perder ni un minuto de la vida.
Iban admirando el paisaje, los árboles, las flores y los pequeños animalitos que veían por el camino.
Llegaron al mercado y extendieron sus bordados sobre una gran mesa.
Todo el mundo se paraba a mirarlos. ¡Eran tan bonitos!.
La gente les compró todo lo que llevaban. ¡Además hicieron buenos amigos!.
Enseguida, los demás, se dieron cuenta de la gran persona que era la viejecita y le pedían consejo sobre sus problemillas.
Al principio, le daba un poco de vergüenza que todo el mundo, la preguntara cosas. Pero poco a poco descubrió el gran valor que tienen las palabras y cómo muchas veces una palabra ayuda a superar las tristezas.
Palabras llenas de cariño como:
¡Animo, adelante, puedes conseguirlo!. ¡Confía en ti, cree en ti!.
Ella también aprendió ese día, que las cosas que sentimos en el corazón, debemos sacarlas fuera, quizá los otros puedan aprovecharlas para su vida.
La arañita le decía a la anciana: ¡Deja volar tus sentimientos, se alegre, espontánea, ofrece siempre lo mejor de ti!.
La viejecita y la araña partieron hacia su casita de la montaña.
Siguieron haciendo bordados y bordados.
Trabajaban mucho y cuando llegaba la noche la araña se iba a su rinconcito a dormir. La anciana se despedía de ella y le decía: ¡Gracias por ser mi amiga!.
¡Un amigo, es más valioso que joyas y riquezas, llora y ríe contigo y también sueña!.
Mientras sentía estos pensamientos, la viejecita se iba quedando dormida, sus ojos cansados se cerraron y la paz brilló en su cara.
La luna les acompañaba e iluminaba la pequeña casita y nunca, nunca estaban solas. Más allá, muy lejos, sus seres queridos velaban sus sueños.



texto 4
EL ZORRO Y EL CABALLO



Cuento de los Hermanos Grimm
EL ZORRO Y EL CABALLO
Un granjero tenía un Caballo leal que se había hecho viejo y ya no podía trabajar. Así que su dueño no le dio más de comer y le dijo:
- Ya no te puedo utilizar más, pero todavía te quiero, si pruebas ser lo bastante fuerte como para traerme un León, te cuidaré. Pero ahora vete de mi establo. -
Y así lo hecho a campo abierto. EL Caballo estaba triste, y fue al bosque para conseguir un poco de refugio contra las inclemencias del tiempo. Entonces el Zorro se encontró con él y le dijo:
- ¿Por qué estás tan cabizbajo y sólo? -
- ¡Ay de mí! - respondió el Caballo - Avaricia y fidelidad no pueden vivir bajo el mismo techo. Mi amo ha olvidado los servicios que le he prestado durante tantos años, y como ya no puedo empujar la rueda, no me alimentará más y me ha echado. -
- ¿Sin darte opción? - preguntó el Zorro.
- La opción era peor. - dijo él - Si fuera lo bastante fuerte para traerle un León, me cuidaría. Pero bien sabe que no puedo hacerlo. -
El Zorro dijo: - Te ayudaré, limítate a tumbarte, a estirarte como si estuvieses muerto, y no te muevas. -
El Caballo hizo lo que el Zorro dijo y el Zorro fue ver al León, cuya guarida no estaba lejos, y le dijo:
- Un Caballo muerto está tirado ahí fuera, ven conmigo y tendrás un buen almuerzo. -
El León le siguió y cuando los dos estaban junto al Caballo el Zorro dijo: - Después de todo, aquí no estarás cómodo. Te diré lo que haremos, te lo sujetaré por la cola y entonces podrás arrastrarlo hasta la cueva y devorarlo en paz. -
Eso le gustó al León, se tumbó, y para que el Zorro pudiera atarle el Caballo a la cola rápidamente, se quedó muy quieto. Pero el Zorro ató las patas del León con la cola del Caballo y las ató y sujetó tan bien y con tanta fuerza que ninguna fuerza las podría romper. Cuando terminó le dio un golpecito en el hombro y le dijo:
- Tira, Caballo blanco, tira. -
Entonces el Caballo se puso en pie de un salto, y se llevó el León con él. El León empezó a rugir, y rugió tanto que todos los pájaros del bosque salieron volando aterrorizados. Pero el Caballo lo ignoró y lo llevó arrastrándolo por todo el campo hasta la puerta de su dueño. Cuando el dueño vio al León, se puso de mejor humor y le dijo al Caballo:
- Te quedarás conmigo y comerás bien. -
Y le dio de bien de comer hasta que murió.
FIN








texto5
VIAJE A LA ISLA MAGICA




En un océano muy lejano hay una isla muy pequeñita la cual no ha visto barco alguno. Cuentan que allí viven unos seres diminutos que tienen alas. También dicen que la isla es mágica, allí las flores y los árboles le hablan a uno, el río canta con mucho talento, y hasta la luna se ríe a carcajadas cuando los simpáticos habitantes cuentan chistes. Cada día nuestros simpáticos amiguitos celebran un sorteo. Un gran cofre contiene el nombre de todos los niños del mundo. Uno de ellos será el elegido para pasar unas horas en la isla. Sólo hay dos condiciones, el niño deberá estar dormido en el momento de ir a buscarlo y además tendrá que haber sido muy bueno durante el día. El protagonista de nuestra historia dormía profundamente cuando un grupo de seres alados entraron en su dormitorio y se lo llevaron volando por encima de los tejados. Al llegar a la isla el niño despertó en medio de una gran fiesta celebrada en su honor. Dulces frutas que no conocía, pasteles adornados con flores y zumos suaves eran expuestos encima de una gran mesa esperando a ser comidos. Después del banquete el niño fue llevado de excursión por toda la isla teniendo la oportunidad de escuchar el canto del río mágico. También visitó un campo de gigantes flores silvestres que tenían cosquillas y se reían cuando las tocaban. Se lo pasó tan bien nuestro amigo que cuando llegó la hora de irse quiso saber si podría volver otro día. "Tú sólo tienes que portarte bien y quien sabe, es cuestión de suerte” le respondieron. Al despertar el niño al día siguiente vio la cara sonriente de su mamá. "¿Qué tal has dormido, cariño?" "muy bien mamá, he tenido un sueño tan hermoso". El hijo relató lo que él creía que era un sueño a su madre. Ella le asía las manos mientras hablaba y de repente le dijo "hum, hueles a flores silvestres". Sólo entonces el niño dudó que hubiera sido un sueño.


Nuria Roch Royo
















El lego sabio
Autor: Lo Desconozco
El lego sabio
El Padre Guardián de un convento, predicó una tarde un sermón en contra del Rey de aquella monarquía, diciendo entre otros improperios, que era un fascineroso y un ladrón de los pobres. Súpolo su Sacrarreal, y lo hizo llamar en el acto. El Padre Guardián presentóse temblando de pavor, pues ya sabía la causa del llamamiento.
—¡Hipócrita Guardián! —díjole el Rey—. ¿Conque has dicho en el púlpito que soy un ladrón, un fascineroso y otros insultos más? ¿Qué contestas? Nada, ¿verdad? Bien, pues mira: no te mando quemar vivo en el acto, aunque bien lo mereces, pero sí vas a contestarme en el término preciso de veinticuatro horas, tres preguntas a satisfacción mía y de toda mi familia y nobles de mi reino. Si no te presentas o contestas mal a éstas preguntas, en el acto serás decapitado. Toma asiento y escribe.
El Padre Guardián con timidez y temblorosa mano cogió la pluma y se dispuso a obedecer.
Primera pregunta: ¿Cuánto vale el Rey?
Segunda: ¿Hasta dónde llega el poder del Rey?
Tercera y última: ¿En qué está pensando el Rey?
Después de que el Padre Guardián escribió las tres, le dijo el Rey:
—Retírate y ten presente la pena que tienes impuesta si no cumples con tu consigna.
Poco faltó al Padre para caer privado de sentido; dobló el papel, saludó y se fue. Llegó al convento, entró a su celda y se puso a estudiar aquellas tres preguntas. Registró todos sus libros, para ver si podían darle alguna luz para contestar aquellas frases. Pensó muchísimo, todo en vano. En la noche no rezó, no cenó ni durmió por sólo pensar de qué manera contestaría aquellas preguntas tan sumamente difíciles de resolver.
Amaneció el día, y el temor y agitación del Padre Guardián crecieron doblemente. A las doce de la mañana se cumplía el término fijado para contestar las preguntas y por consiguiente para que diera fin su vida, pues no tenía qué responder. Como a las nueve oyó tocar a su puerta. ¡Un salto le dio el corazón! Pero se serenó luego al oír la voz del leguito que le servía, diciendo:
—Su Reverencia, ábrame la puerta, soy yo. Le traigo su chocolatito.
—Qué chocolate ni qué nada —contestó—. Vete.
—Pero su Reverencia, ¿qué cosa le sucede?
—¡Vete!
—Ábrame la puerta.
—Que te vayas.
—Pero su Reverencia...
Por fin, tanto suplicó el Lego que el Guardián le abrió la puerta para que no le importunase más.
—Vaya, entra —le dijo.
—Tome su chocolatito.
—¿Eres un tonto, o te gozas en desesperarme?
—Pero, ¿por qué, su Reverencia?
—¿Por qué? ¿por qué…? ¡Anda vete!
El Lego dijo entre sí:
—Desde ayer está así. ¡No cabe duda, se ha vuelto loco! —Y se puso a llorar.
—Que te vayas, te digo —exclamó el Guardián.
—Pero su Reverencia, tome antes su chocolatito; desde ayer no come nada.
—¿Y qué te importa?
—¿Pero, dígame qué le sucede?
—Bien, te lo diré para que me dejes. Te acordarás que prediqué hace dos días en contra del Rey.
—¡Ave María Purísima! Sí me acuerdo, y el Rey lo supo y...
—Sí, y me van a decapitar dentro de pocos segundos; a las doce, si no le contesto unas preguntas.
—¡Ay Dios mío! ¿Y qué preguntas son?...
—Para qué quieres saber, tú no me has de salvar.
—Quién sabe, su Reverencia, quién sabe si…
—¡Quita allá, iluso!
—¡Enséñeme las preguntas!
—Eres necio como pocos; ahí están.
Y le dio el malhadado papel. El Lego leyó aquellas preguntas, arqueó las cejas, pensó tres o cuatro segundos y terminó por soltar la carcajada.
—¿Acaso estás loco?
—¡No, su Reverencia, qué loco! ¡Deme sus hábitos!
—¿Qué vas a hacer?
—A contestar por su Reverencia.
—¡Eres un zoquete! ¿Tú vas a contestar las preguntas?
—Deme sus hábitos.
—Bien, tómalos.
Y se despojó el Guardián, vistiéndose el Lego.
—¿Y si te reconocen?
—No importa; si acaso por desgracia, que no lo creo, me va mal, yo doy con mucho gusto la vida por su Reverencia. Pero no, no; voy a salir triunfante. ¡Ya verá su Reverencia!
—Adiós, su Reverencia.
—¡Anda, bendito de Dios!
El Lego llegó al Palacio y al cruzar por los corredores, arrancó una florecita de una de las macetas que había allí y se la ocultó en la manga. Al penetrar en el salón donde se hallaba el Rey, no lo conocieron, porque llevaba puesto el capuchón. En aquel suntuoso salón estaba el Rey con toda su corte, consejeros, dignatarios, académicos, grandes nobles, distinguidas familias de la aristocracia, todos invitados por su Sacrarreal Majestad, para escuchar las dificilísimas respuestas que tenía impuestas el Guardián. A la mitad del salón, estaba una tribuna, allí había de subir el Guardián. Cerca de la tribuna se miraba la mesa del juez: éste y su secretario dispuestos a firmar la sentencia de muerte. La situación del Lego era más que difícil. Temblaba de miedo, pero hizo un esfuerzo inaudito y se repuso algo.
—Buenos días, su Sacrarreal Majestad —dijo respetuosamente.
—¡A la tribuna! —contestó el Rey.
El Lego obedeció con resignada humildad.
—Comienza con las preguntas —dijo— ya sabes que si no contestas ninguna de ellas se te dará la muerte en el acto.
Tocan la campanilla y se escucha una voz imperiosa:
—¿Cuánto vale el Rey?
—Quince reales nada más —contestó el Lego con seguridad.
—¡Quince reales! ¡infame! ¡La sentencia!
Permítame su Sacrarreal: voy a demostrarlo y os convenceréis.
—Bien, contestó el Rey, y si no lo haces así, ya sabes que obrará la justicia.
—Sí, su Sacrarreal. Cristo nuestro Dios ¿no es cierto que era Rey del Cielo y de la Tierra? ¿Y en cuánto fue estimado? ¿Verdad que en treinta reales lo vendió Judas? Pues sacad la cuenta: Dios era Rey del Cielo y de la Tierra; vos, no lo sois más que de una Nación, ni siquiera de todas. Así pues, os hago favor, y valéis quince reales que es mitad de treinta. ¿Estáis?
Un murmullo de aprobación se levantó de todos los asientos.
—Me has fundido —exclamó el Rey.
Suena la campanilla para la segunda pregunta:
—¿Hasta dónde llega el poder del Rey?
—Hasta... ¡nada! —respondió el Lego.
—¿Con qué no tengo poder? Basta ya de insultos a mi real persona. Firma la sentencia —le dijo al Juez.
—Un momento su Sacrarreal. Voy a demostrarlo también.
El Rey hizo una señal al Juez para que esperarse. Bajó el Lego de la tribuna, sacó la florecita que cortó de la maceta de los corredores, y se acercó al Rey, dándosela:
—Si poderoso en su Sacrarreal, imíteme esta florecita en el acto.
La tomó el Rey y se fue pasando de mano en mano. Todos hacían indicios de satisfacción y no pudiendo contenerse, aplaudieron estrepitosamente al Lego. El Rey desesperado, se mesaba los rizos de su cabellera y exclamaba:
—¡Ah, maloso fraile! ¡Tienes talento, no hay duda! Pero en esta última pregunta sí no escapas, prepárate a morir, y contesta: ¿En qué está pensando el Rey en este momento?
—¿En que ha de estar pensando? ¡En el Guardián que ha salido victorioso!
—¡Abajo, abajo de la tribuna! Has triunfado por completo, cabalmente en eso estaba pensando: ¡en tu talento! ¡vete pronto de mi presencia!
Una salva nutridísima de aplausos y aclamaciones resonó en la sala. El Lego salió loco de júbilo.
¿Cómo quedaría el Rey? Se le ocurrió luego no dejar libre al dizque Guardián saliéndose con la suya, como dicen, y tratando de vengarse, lo mandó llamar inmediatamente.
Por la escalera iba el Lego, cuando le salió al paso un vasallo:
—Llama a su Reverencia el Rey.
El Lego subió otra vez:
—¿Qué manda su Sacrarreal?
—Ya que tú me diste las contestaciones a mis preguntas y el auditorio quedó satisfecho, ahora vas a dárselas a mi retrato que está en la pieza contigua, y con lo que él te diga vienes a darnos razón: en la inteligencia de que si cuentas una mentira, tienes pena de la vida.
El Lego frunció el entrecejo como para querer condensar su pensamiento o tal vez para demostrar lo difícil de su situación. Comprendió que aquello bien podría ser una trampa. Y era de suponerse. El marco del retrato por sí solo no respondería, pero podría estar combinado con alguna entubación acústica, y entonces de lo que se trataba era de poner a prueba su valor, desde el momento en que tenía que hablar con una materia inanimada. Además, él había derrotado al Rey y éste trataba de vengarse. En consecuencia, aquello era un ardid por el que tenía que caer irremisiblemente en las garras el vencido.
Su situación era angustiosa, sumamente angustiosa.
De todo el auditorio se cruzaban miradas y sonrisas al ver al pobre Lego que acongojado y triste permanecía en silencio, inmóvil como estatua y sin saber qué contestar.
El Rey, impaciente ya de su silencio, con un tono severo le dijo:
—Os espera el patíbulo si no me obedecéis. ¡Cumplid con lo que mando!
—Voy, Señor, con vuestro permiso.
Como era muy sabidillo, se le ocurrió un ardid muy ingenioso. Regresó a la sala del juicio muy silencioso aparentando tristeza y dijo:
—Gran Rey, tu retrato no me contestó palabra alguna, como tampoco le contestó el caballo Bayardo al Conde Orlando cuando le preguntó por el paradero de su amo:
—Ay, buen caballo, ¿dónde está Reinaldo?
¿Dime dónde está? No me lo estés callando.
Así el conde al caballo preguntaba.
Y no le respondió porque no hablaba.
—¿Me estás diciendo animal? —le preguntó el Rey muy indignado.
—Pues a buen entendedor, pocas palabras —replicó el Lego.
—Gran bestia —le dijo el Rey— ¿acaso los animales hablan?
—¡Gran Rey! y qué… ¿los retratos hablan?
Una nutrida salva de aplausos se dejó escuchar de todo el auditorio. El Rey quedó bastante avergonzado, pero para no demostrarlo, tomó un semblante afable y con gran entusiasmo le dijo al Lego:
—¡Un abrazo! ¡Un abrazo! ¡No hay otra inteligencia como la tuya! Dejadle señores. Te nombro mi secretario particular.
En este momento, el Lego se descubrió el rostro, y dio las gracias al Rey diciéndole:
—Ya veis que no soy el Guardián. Yo he venido por él, porque está enfermo; de modo que haced de cuenta que él he sido yo.
—¿Y tú quién eres?
—Soy su Lego, su criado, y lo amo como a mi padre.
—Bien —repuso el Rey— tu Guardián está a salvo, puesto que tú lo has desempeñado con ingeniosa viveza.
—Gracias, su Sacrarreal. Permitidme ahora que avise a mi pobre Guardián porque ha de estar afligido, creyendo tal vez que he salido mal en las preguntas.
—Bueno, vuelve, para darte tu despacho de secretario.
Y se fue el Lego loco de dicha a dar parte a su Guardián de todo lo acaecido.
Al día siguiente el Lego recibió su despacho y pasó a ocupar su cargo en la corte del Rey, donde espera las órdenes del amable lector para recitarle otro cuentecito.
Fin.

La Leyenda de la Osa Mayor

 
La Leyenda de la Osa Mayor (Cuento Ingles)
Hacía mucho tiempo que la lluvia no regaba la tierra. El calor era tan fuerte y estaba toda tan seco que las flores se marchitaban, la hierba se veía seca y amarillenta y hasta los árboles más grandes y fuertes se estaban muriendo. El agua de los arroyos y los ríos se había secado, pozos estaban yermos y las fuentes cesaron de manar. Las vacas, los perros, los caballos, los pajaros y la gente se morían de sed. Todo el mundo estaba preocupado y deprimido.
Había una niñita cuya madre cayó gravamente enferma.
-Oh!-dijo la niña-, estoy segura de que mi madre se pondría buena de nuevo si pudiera lleverle un poca de agua. Tengo que encontrarla. Así que cogío un pequeño cucharón y salío en busca de agua.
Andando, andando, encontró un manantial diminuto en la lejana ladera de la montaña. Estaba casi seco. Las gotas de agua caían muy lentamente de debajo de la roca. La niña sostuvo el cucharón con cuidado para recoger aquellas gotitas. Al cabo de mucho, mucho tiempo, acabó de llenarse.
Entonces la niña emprendío el regreso asiendo el cazo con muchísimo cuidado porque no quería derramar ni una gota.
Por el camino se cruzó con un pobre perrito que aduras penas podía arrastrarse. El animal jadeaba y sacaba la lengua fuera de tan seca que la tenia. -Oh, pobre perrito -dijo la niña-, qué sediento estás.
No puedo irme sin ofrecerte unas gotas de agua. Aunque te dé un poco, todavía quedará bastante para mi madre.
Así que la niña derramó un poco de agua en la palma de su mano y se la ofrecío al perrito. Éste la lamio con avidez y se sintió mucho mejor.
El animal se puso a brincar y a ladrar, talmente como si dijera:
-Gracias, niña!
Ella no se dio cuenta, pero el cucharón de latón ahora era de plata y entaba tan lleno como antes. Se acordó de su madre y siguío su camino tan rápido como pudo. Cuando llegó a casa casi había oscurecido.
La niña abrío la puerta y se dirigío rápidamente a la habitación de su madre. Al entrar, la vieja sirvienta que había trabajado durante todo el día cuidando a la enferma se acercó a ella. La criada estaba tan cansada y sedienta que apenas pudo hablar a la niña.
-Dale un poca de agua -dijo su madre-. Ha trabajado duro todo el día y la necesita más que yo. La niña acercó el cazo a los labios de la sirvienta y ésta bebió un poco;en seguida se sintió mejor y más fuerte, se acercó a la enferma, y la ayudó a enderezarse.
La niña no se percató que el cucharón era ahora de oro y que estaba tan lleno como al principio. La pequeña acercó el cazo a los labios de su madre y ésta bebió y bebió.
¡ Se encontró tan bien! cuando terminó, aún quedaba un poco de agua en el fondo.
La niña iba a llevárselo a los labios cuando alguien llamó a la puerta. La sirvienta fue a abrir a apareció un forastero. Estaba pálido y cubierto de polvo por el largo viaje.
-Estoy sediento -dijo-. Podrias darme un poca de agua?
La niña contestó:
-Claro que sí, estoy segura de que usted la necesita mucho más que yo. Bébasela toda.
El forastero sonrió y tomó el cucharón. Al hacerló, éste se convirtio en un cucharón hecho de diamantes. El forastero dio la vuelta al cazo y el agua se derramó por el suelo.
Y allí donde cayó, brotó una fuente. EL agua fresca fluía a borbotones en cantidad suficiente como para que la gente y los animales de toda la comarca bebieran tanta como les apeteciera. Distraídos con el agua se olvidaron del forastero, pero, cuando lo buscaron, éste había desaparecido. Creyeron verlo desvanecerse en el cielo, y, en efecto, allá en lo alto del firmamento destellaba algo parecido a un cucharón de diamantes.
Allí sigue brillando todavía para recordar a la gente a esa niña amable y generosa. Es la constelación que conocemos por la Osa Mayor.
FIN
 
LOS LAPICES DE ANNE
Escrito por Marina
LOS LAPICES DE ANNE
En el escritorio de Anne, una joven artista que ilustraba dibujos para una revista infantil, todas las noches quedaban inmóviles todos sus enseres. La pobre trabajaba a todas horas para EMILY'S BOOK, una revista para niños que le estaba exprimiendo las neuronas. Sí, porque la directora de la misma, Catherine Miller, cada día le exigía más ilustraciones y cada vez, más calidad.
- ¿En qué estabas pensando cuando dibujaste a esta niña? ¿En tu perro? ¡Mira qué cara le has hecho!-.
- Lo siento Srta. Miller, últimamente estoy muy cansada. Trabajo a deshoras y no me concentro bien. Esta semana he hecho más de veinte ilustraciones y estoy saturada. Creo que debería descansar unos días... -.
- ¿Descansar? ¡Yo no te pago para eso! Además, te aumenté el sueldo para que dibujases más páginas. ¿Qué más quieres?-.
- Tiene razón. ¿Qué más quiero? Trabajo más de veinte horas diarias, tengo un buen sueldo... ¿Qué más quiero?-.
Pero Anne cada día estaba más agotada. Se le acababan las ideas, y la directora le exigía cada vez más.
Una mañana, Anne no fue a trabajar. Había pasado toda la noche trabajando y por la mañana se encontró muy mal. La señorita Miller le advirtió que si no le preparaba siete ilustraciones para aquella semana, tendría que contratar a otra persona. - Dios mío, esta mujer me quiere matar-. Pensó Anne, y aunque muy débil, se plantó en su mesa de dibujo y comenzó a dibujar. Una página, dos páginas, tres páginas... y ya no pudo hacer más. Se quedó dormida sobre su mesa. De pronto, sus lápices y su goma salieron con mucho cuidado del estuche. Se miraron unos a otros y dijeron:
-Esa bruja de Miller está consiguiendo que Anne enferme. ¡Tenemos que hacer algo, compañeros! -Dijo el lápiz negro-. Yo ya conozco sus trazos. Puedo intentarlo.
-Sí, pero es peligroso. -Dijo el difumino-. Yo también los conozco, pero sus ideas son sus ideas y nosotros no tenemos cerebro, ¿habías reparado en eso?.
Todos los lapiceros asintieron tristemente con la cabeza, pero el lapicero negro no se dio por vencido.
-Tienes razón, difumino, pero hemos dibujado tanto con ella, que no nos será difícil plasmar lo que ella piensa. Su estilo, es nuestro estilo. Yo dibujo, tú sombreas, y ellos que pinten. La pluma que repase lo que yo he hecho y tú, goma, retocas las luces. Es fácil.
Pero la goma, que era muy pesimista, le dijo:
-Sí, claro, ¿y si borro algo que no tengo que borrar?.
Todos volvieron a mirarse.
-Lo tenemos que intentar. Miradla, póbrecilla, está tan agotada como nosotros, pero hemos de hacerlo por ella -dijo el lapicero negro-.
-Lápiz tiene razón, pero ¿qué haremos si despierta? No puede vernos. -dijo el carboncillo-.
-Mientras nosotros dibujamos, Compás puede hacer guardia, y en cuanto nos dé una señal, pararemos de dibujar.
Y dicho esto, todos los lápices comenzaron a dibujar y a pintar, y la goma intentó hacer las luces sin salirse de la ralla. Cuando Anne se despertó, Compás silbó a sus compañeros y volvieron a quedar inmóviles sobre la mesa.
-¿Qué desbarajuste es éste? Todos mis lápices están desperdigados por la mesa... Bueno, mañana los pondré en su sitio. Yo ahora me voy a la cama. ¡Y que Dios me ayude!-.
Anne dejó sus lápices sobre la mesa y se fue a dormir. Y durmió, y durmió, hasta que el propio cansancio de su cuerpo la hizo despertar. Y se llevó una gran sorpresa.
-¡Dios mío! He estado durmiendo tres días seguidos! ¡La señorita Miller me despedirá!-. Pero la sorpresa que se llevó al acercarse a la mesa fue aún más grande. -¿Quién ha hecho todos estos dibujos? Yo he estado durmiendo, no creo que yo... ¿puedo dibujar mientras duermo? ¡Ay, Dios, me los llevo ahora mismo a EMILY'S BOOK!-.
Y cuando la señorita Miller vio los veinte dibujos que Anne le había llevado, bien maquetados y tan escrupulosamente pintados y retocados, agradeció a Anne su esfuerzo y le pidió perdón por haber sido tan exigente con ella.
-Pensé que iba a perder a mi mejor dibujante. Me has demostrado que puedo contar contigo, aún estando enferma. Así que como recompensa te voy a asignar un ayudante que te ayude durante el día. De esa manera no necesitarás trabajar por las noches -.
Y Anne, aunque alucinadísima con aquellos dibujos, se marchó a su despacho y comenzó a trabajar. La idea de tener un ayudante le llenaba de ilusión, pero sus verdaderos ayudantes permanecían inmóviles en su mesa de dibujo.
Fin
La Lluvia y las Plantas




Caía la lluvia, Zarandeaba el viento las ramas de los árboles. La niña, cansada de su encierro habló a la lluvia desde la ventana de su habitación:
- Lluvia, mala amiga, ¿por qué caes? Me tienes presa en casa. ¡Cesa ya de una vez! ¡Quiero ir a jugar!.
La voz cantarina de la lluvia replicó:
- Las plantas, amiguita, tienen sed. Si agua no les doy, ni flores ni frutos darán después.
Fin

 

El Leon Va a La Guerra

 
El Leon Va a La Guerra
Èrase una vez... un león que decidió ir a la guerra. Llamó a sus ministros y les ordenó que proclamaran el siguiente edicto: " El rey León ordena que todos los ánimales de este bosque se presenten mañana para ir a la guerra. Nadie puede faltar." Los sudbitos se presentaron puntualmente y el león comenzó a dar órdenes: " Tú, elefante, que eres el más grande, llevarás la artillería y las provisiones de todos. Tú, zorra, que tienes fama de ser tan astuta, me ayudarás a estudiar los planes de guerra para contrarrestar los movimientos del enemigo. Tú, mona, que eres tan ágil y trepas a los árboles con tanta facilidad, serás mi vigía y observarás desde lo alto los movimientos del enemigo. Tú, oso, que eres tan fuerte y ágil, escalarás los muros fortíficados y llevarás el desconcierto a las filas de nuestros enemigos." Entre los convocados estaban también el asno y el conejo. Al verlos, los ministros sacudieron la cabeza: "Majestad, el asno nos parece poco apropiado para la guerra; tiene fama de ser animal miedoso." El león observó detenidamente al pollino y, dirigiéndose a sus consejeros, les dijo: "Su rebuzno es más potente que mi voz; por lo tanto, permanecerá cerca de mí y será mi cornetín de órdenes." A continuación señalaron al conejo: "De todos modos, éste, su majestad, que es mucho más miedoso que el asno, deberéis mandarlo de vuelta a su casa" Una vez más, el león tomó su tiempo para reflexionar. Se volvió al conejo y le ordenó: " Tú, que siempre vas por delante de tus enemigos, has aprendido que, para salvarte, debes correr más rápido que nadie, por tanto serás mi emisario y, así, los soldados recibirán mis órdenes como un rayo." Dicho esto, se dirigió a todos en estos términos: " Todo el mundo puede ser útil en la guerra, si cada uno participa en el esfuerzo común según sus posibilidades."

 

Pierrot
[Cuento. Texto completo]

Guy de Maupassant
La señora Lefèvre era una dama pueblerina, una viuda, una de esas semicampesinas de lazos y sombreros adornados, una de esas personas que cecean, que adoptan en público aires de grandeza y ocultan un alma de bruta pretenciosa bajo un exterior cómico y abigarrado, como disimulan sus gruesas manos enrojecidas bajo guantes de seda. Tenía como sirvienta a una animosa campesina muy simple, llamada Rose. Las dos mujeres vivían en una casita de postigos verdes, junto a una carretera, en Normandía, en el centro de la región de Caux. Delante de la casa poseían un estrecho jardín en el que cultivaban algunas hortalizas.

Y sucedió que una noche les robaron una docena de cebollas. Tan pronto como Rose se percató del robo, corrió a avisar a la señora, que bajó en refajo. Fue una desolación y un terror. ¡Habían robado a la señora Lefèvre! Luego alguien robaba en el pueblo, y podía regresar. Y las dos mujeres, azoradas, contemplaban las huellas de los pasos, comentaban, suponían cómo debían haberse desarrollado los hechos: «Mire, han pasado por ahí. Han puesto los pies sobre el muro; han saltado al bancal.» Y se asustaban pensando en el porvenir. ¡Cómo iban a dormir tranquilas a partir de ahora! El asunto del robo se difundió por la zona. Los vecinos llegaron, constataron, discutieron a su vez; y las dos mujeres explicaban a cada recién llegado sus observaciones e ideas.

Un agricultor vecino les sugirió: «Deberían tener un perro.» Es verdad; deberían tener un perro, aunque no fuera nada más que para que les avisara. No un perro grande ¡no, por Dios! ¿Qué iban a hacer ellas con un perro grande? Sólo en comida las arruinaría. Pero sí un perro pequeño (en Normandía se les llama quin) un pequeño quin que ladrara. Cuando todos se marcharon, la señora Lefèvre analizó detenidamente la idea del perro. Después de reflexionar, ponía mil objeciones, aterrorizada al pensar en una escudilla llena de comida; pues era de esa raza parsimoniosa de señoras del campo que llevan siempre algunos céntimos en el bolsillo para poder dar limosna ostensiblemente a los pobres de los caminos y dar en las colectas del domingo. Rose, que adoraba a los animales, expuso sus razones y las defendió con astucia. Por lo que quedó decidido que tendrían un perro, un perro muy pequeño. Se pusieron a buscarlo, pero sólo encontraban perros grandes, que comían hasta hacer temblar. El tendero de Rolleville tenía uno, pequeño; pero exigía que se le pagaran dos francos para cubrir los gastos de la crianza. La señora Lefèvre declaró que estaba dispuesta a alimentar a un quin pero que no lo compraría. Y el panadero, que estaba al corriente del asunto, trajo una mañana en su coche a un extraño animal amarillo, casi sin patas, con cuerpo de cocodrilo, cabeza de zorro y una cola en trompeta, un verdadero penacho, tan grande como todo el resto del cuerpo. Uno de sus clientes quería deshacerse de él. La señora Lefèvre encontró muy hermoso a aquel perrillo inmundo, sobre todo porque no le costaba nada. Rose lo besó y luego preguntó cómo lo llamaban. El panadero contestó: «Pierrot.»

Lo instalaron en una antigua caja de jabón, y le ofrecieron agua para beber. Luego le presentaron un trozo de pan. Se lo comió. La señora Lefèvre, inquieta, tuvo una idea: «Cuando esté bien acostumbrado a la casa, lo dejaremos suelto. Así encontrará qué comer merodeando por el pueblo.» Lo soltaron, en efecto, lo que no impidió en absoluto que estuviera hambriento. Además, sólo ladraba para reclamar su comida; y en ese caso, ladraba con gran insistencia. Todo el mundo podía entrar en el huerto. Pierrot acudía a acariciar a cada recién llegado y permanecía mudo. Pese a todo, la señora Lefèvre se había acostumbrado a él. Incluso había llegado a quererlo y a darle de su mano, de vez en cuando, trocitos de pan mojados en la salsa del guiso. Pero no se le había ocurrido pensar en el impuesto que debería abonar por el animal, y cuando le reclamaron ocho francos -¡ocho francos, señora!- por esa birria de quin que ni siquiera ladraba, a punto estuvo de desmayarse de la impresión.

Y decidieron de inmediato que debían deshacerse de Pierrot. Nadie lo quiso. Todos los habitantes, a diez leguas a la redonda, lo rechazaron. Entonces, a falta de mejor solución, resolvieron que le harían «piquer du mas». «Piquer du mas», «comer marga». Se les hacía «piquer du mas» a los perros de los que sus amos querían deshacerse. En mitad de una amplia llanura, se veía una especie de choza o más bien, un pequeño techo de paja, colocado sobre el suelo. Era la entrada al margal. Un pozo, completamente perpendicular, se introduce hasta veinte metros bajo tierra, para desembocar en una serie de largas galerías de mina. Sólo bajan a esta cantera una vez al año, en la época en la que se abonan las tierras con marga. El resto del tiempo sirve de cementerio para los perros condenados; y con frecuencia, cuando se pasa cerca de aquel agujero, llegan hasta los oídos del caminante alaridos quejumbrosos, ladridos furiosos o desesperados, llamadas lamentables. Los perros de los cazadores y de los pastores huyen despavoridos de los alrededores de ese agujero que gime; y, cuando alguien se inclina sobre él, percibe un repugnante hedor de podredumbre. Allí se desarrollan terribles dramas en la oscuridad. Cuando un animal agoniza después de diez o doce días en el interior, alimentado por los restos inmundos de sus predecesores, un nuevo animal, más grueso, más fuerte sin duda, es lanzado de repente. Allí se encuentran los dos, solos, hambrientos, con los ojos brillantes. Se miran, se persiguen, dudan, ansiosos. Pero el hambre los apremia; se atacan, luchan durante mucho tiempo encarnizadamente; y el más fuerte se come al más débil, lo devora vivo.

Cuando estuvo decidido que le harían «piquer du mas» a Pierrot, buscaron un ejecutor. El picapedrero que binaba la carretera pidió cincuenta céntimos por hacerlo. Eso le pareció locamente exagerado a la señora Lefèvre. El peón del vecino se contentaba con veinticinco; pero aún era demasiado; y como Rose había hecho observar que más valía que ellas mismas lo llevaran, porque así no lo maltratarían por el camino y no le harían sospechar al animal lo que le esperaba, decidieron que lo harían las dos, al atardecer. Esa tarde le ofrecieron una buena sopa con un dedo de mantequilla. Se tragó hasta la última gota; y cuando removía la cola de alegría, Rose lo cogió y lo envolvió en su mandil. Iban dando zancadas, como merodeadoras, a través de la llanura. Pronto vieron el margal y llegaron a él; la señora Lefèvre se inclinó para escuchar si no gemía ningún animal. -No- no había ninguno; Pierrot estaría solo. Entonces Rose, que lloraba, lo besó y lo lanzó al agujero; las dos se inclinaron con el oído atento. Primero oyeron un ruido sordo; luego el lamento agudo y desgarrador de un animal herido, luego una sucesión de pequeños gritos de dolor, luego llamadas desesperadas, súplicas de perro que imploraba, con la cabeza levantada hacia la abertura. Ladraba , ¡oh! ¡cómo ladraba! Sintieron remordimientos, pavor, miedo inexplicable y loco, y escaparon corriendo. Como Rose iba más rápida, la señora Lefèvre le gritaba: «¡Espéreme, Rose, espéreme!»

Pasó la noche en medio de horribles pesadillas. La señora Lefèvre soñó que se sentaba a la mesa para comer, y que, al destapar la sopera, aparecía Pierrot dentro, que se lanzaba hacia ella y le mordía la nariz. Se despertó y creyó oírlo ladrar. Prestó atención; se había equivocado. Se durmió de nuevo y, en sueños, se encontró en una amplia carretera, una carretera interminable. De pronto, en mitad del camino, vio una cesta, una gran cesta de campesino abandonada que le infundía miedo. Terminaba, no obstante, por abrirla, y Pierrot, escondido en el interior, le agarraba la mano y no se la soltaba; y ella echaba a correr despavorida, llevando al extremo del brazo el perro colgando, con los dientes bien apretados.

Por la mañana temprano, se levantó medio loca, y acudió corriendo al margal. Ladraba; ladraba aún, había estado ladrando durante toda la noche. Entonces ella se puso a llorar y lo llamaba con mil nombres cariñosos. Él respondía con todas las inflexiones tiernas de su voz de perro. Quiso volver a verlo, prometiendo hacerlo feliz hasta su muerte. Corrió a casa del pocero encargado de la extracción de la marga, y le contó su caso. El hombre escuchaba sin decir nada. Cuando la señora terminó, dijo: «¿Quiere sacar a su perro? Le costará cuatro francos.» Ella se sobresaltó y todo su dolor se esfumó de repente. «¡Cuatro francos! ¡se dejaría morir! ¡cuatro francos!» Pero él añadió: «¿Cree que voy a coger mis sogas, mis manivelas, voy a instalarlo todo, e ir allí con mi chico y dejarme morder por su maldito perro, sólo por el gusto de devolvérselo? No haberlo tirado.» Se marchó indignada. - ¡Cuatro francos! Cuando regresó a casa llamó a Rose y le dio cuenta de las pretensiones del pocero. Rose, resignada, repetía: «¡Cuatro francos! es mucho dinero, señora.»

Más tarde propuso: «¿Y si le echáramos de comer, al pobre perro, para que no se muera?» La señora Lefèvre aceptó, contenta; y ahí las tienen, en marcha, con un gran pedazo de pan untado con mantequilla. Lo partieron en trocitos que lanzaban uno tras otro, hablándole por turnos a Pierrot. En cuanto el perro se tragaba un trozo, ladraba para reclamar el siguiente. Regresaron por la noche, y al día siguiente, y todos los días. Pero sólo hacían un viaje.

Y sucedió que, una mañana, en el momento de dejar caer el primer bocado oyeron de pronto un formidable ladrido en el interior del pozo. ¡Había dos! ¡habían arrojado otro perro, otro grande! Rose llamó: «¡Pierrot!» y éste ladró. Entonces se pusieron a arrojarle la comida; pero, a cada trozo, percibían una terrible pelea seguida de los gritos quejumbrosos de Pierrot, mordido por su compañero que se lo comía todo, pues era el más fuerte. De nada les servía especificar: «¡Esto es para ti, Pierrot!». Pues Pierrot, evidentemente, no obtenía nada. Las dos mujeres, sobrecogidas, se miraron; y la señora Lefèvre dijo con tono desabrido: «Yo no puedo alimentar a todos los perros que arrojen aquí dentro. Tendremos que renunciar.» Y, sofocada al pensar en todos aquellos perros viviendo a sus expensas, se marchó, llevándose el resto del pan, que empezó a comerse mientras caminaba. Rose la siguió limpiándose los ojos con una punta de su mandil azul.

FIN
Fonte: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/fran/maupassa/pierrot.htm

 

Aladino y la Lámpara Maravillosa

 
Aladino y la Lámpara Maravillosa


Autor: Desconocido 



Erase una vez una viuda que vivía con su hijo, Aladino. Un día, un misterioso extranjero ofreció al muchacho una moneda de plata a cambio de un pequeño favor y como eran muy pobres aceptó.
-¿Qué tengo que hacer? -preguntó.
-Sígueme - respondió el misterioso extranjero.
El extranjero y Aladino se alejaron de la aldea en dirección al bosque, donde este ultimo iba con frecuencia a jugar. Poco tiempo después se detuvieron delante de una estrecha entrada que conducía a una cueva que Aladino nunca antes había visto.
- ¡No recuerdo haber visto esta cueva! -exclamó el joven- ¿Siempre a estado ahí?
El extranjero sin responder a su pregunta, le dijo:
-Quiero que entres por esta abertura y me traigas mi vieja lampara de aceite. Lo haría yo mismo si la entrada no fuera demasiado estrecha para mí.
-De acuerdo- dijo Aladino-, iré a buscarla.
-Algo mas- agrego el extranjero-.
No toques nada mas, ¿me has entendido? Quiero únicamente que me traigas mi lampara de aceite.
El tono de voz con que el extranjero le dijo esto ultimo, alarmó a Aladino. Por un momento penso huir, pero cambio de idea al recordar la moneda de plata y toda la comida que su madre podía comprar con ella.
-No se preocupe, le traeré su lampara, - dijo Aladino mientras se deslizaba por la estrecha abertura.
Una vez en el interior, Aladino vio una vieja lampara de aceite que alumbraba débilmente la cueva. Cual no seria su sorpresa al descubrir un recinto cubierto de monedas de oro y piedras preciosas.
"Si el extranjero solo quiere su vieja lampara -pensó Aladino-, o esta loco o es un brujo. Mmm, ¡tengo la impresión de que no esta loco! ¡Entonces es un ... !"
-¡La lampara! ¡Tráemela inmediatamente!- grito el brujo impaciente.
-De acuerdo pero primero déjeme salir -repuso Aladino mientras comenzaba a deslizarse por la abertura.
¡No! ¡Primero dame la lampara! -exigió el brujo cerrándole el paso
-¡No! Grito Aladino.
-¡Peor para ti! Exclamo el brujo empujándolo nuevamente dentro de la cueva. Pero al hacerlo perdió el anillo que llevaba en el dedo el cual rodó hasta los pies de Aladino.
En ese momento se oyó un fuerte ruido. Era el brujo que hacia rodar una roca para bloquear la entrada de la cueva.
Una oscuridad profunda invadió el lugar, Aladino tuvo miedo. ¿Se quedaría atrapado allí para siempre? Sin pensarlo, recogió el anillo y se lo puso en el dedo. Mientras pensaba en la forma de escaparse, distraídamente le daba vueltas y vueltas.
De repente, la cueva se lleno de una intensa luz rosada y un genio sonriente apareció.
-Soy el genio del anillo. ¿Que deseas mi señor? Aladino aturdido ante la aparición, solo acertó a balbucear:
-Quiero regresar a casa.
Instantáneamente Aladino se encontró en su casa con la vieja lampara de aceite entre las manos.
Emocionado el joven narro a su madre lo sucedido y le entregó la lampara.
-Bueno no es una moneda de plata, pero voy a limpiarla y podremos usarla.
La esta frotando, cuando de improviso otro genio aun más grande que el primero apareció.
-Soy el genio de la lampara. ¿Que deseas? La madre de Aladino contemplando aquella extraña aparición sin atreverse a pronunciar una sola palabra.
Aladino sonriendo murmuró:
-¿Porque no una deliciosa comida acompañada de un gran postre?
Inmediatamente, aparecieron delante de ellos fuentes llenas de exquisitos manjares.
Aladino y su madre comieron muy bien ese día y a partir de entonces, todos los días durante muchos años.
Aladino creció y se convirtió en un joven apuesto, y su madre no tuvo necesidad de trabajar para otros. Se contentaban con muy poco y el genio se encargaba de suplir todas sus necesidades.
Un día cuando Aladino se dirigía al mercado, vio a la hija del Sultán que se paseaba en su litera. Una sola mirada le bastó para quedar locamente enamorado de ella. Inmediatamente corrió a su casa para contárselo a su madre:
-¡Madre, este es el día más feliz de mi vida! Acabo de ver a la mujer con la que quiero casarme.
-Iré a ver al Sultán y le pediré para ti la mano de su hija Halima dijo ella.
Como era costumbre llevar un presente al Sultán, pidieron al genio un cofre de hermosas joyas.
Aunque muy impresionado por el presente el Sultán preguntó:
-¿Cómo puedo saber si tu hijo es lo suficientemente rico como para velar por el bienestar de mi hija? Dile a Aladino que, para demostrar su riqueza debe enviarme cuarenta caballos de pura sangre cargados con cuarenta cofres llenos de piedras preciosas y cuarenta guerreros para escoltarlos.
La madre desconsolada, regreso a casa con el mensaje. -¿Dónde podemos encontrar todo lo que exige el Sultán? -preguntó a su hijo.
Tal vez el genio de la lampara pueda ayudarnos -contestó Aladino. Como de costumbre, el genio sonrió e inmediatamente obedeció las ordenes de Aladino.
Instantáneamente, aparecieron cuarenta briosos caballos cargados con cofres llenos de zafiros y esmeraldas. Esperando impacientes las ordenes de Aladino, cuarenta Jinetes ataviados con blancos turbantes y anchas cimitarras, montaban a caballo.
-¡Al palacio del Sultán!- ordenó Aladino.
El Sultán muy complacido con tan magnifico regalo, se dio cuenta de que el joven estaba determinado a obtener la mano de su hija. Poco tiempo después, Aladino y Halima se casaron y el joven hizo construir un hermoso palacio al lado de el del Sultán (con la ayuda del genio claro esta).
El Sultán se sentía orgulloso de su yerno y Halima estaba muy enamorada de su esposo que era atento y generoso.
Pero la felicidad de la pareja fue interrumpida el día en que el malvado brujo regreso a la ciudad disfrazado de mercader.
-¡Cambio lamparas viejas por nuevas! -pregonaba. Las mujeres cambiaban felices sus lamparas viejas.
-¡Aquí! -llamó Halima-. Tome la mía también entregándole la lampara del genio.
Aladino nunca había confiado a Halima el secreto de la lampara y ahora era demasiado tarde.
El brujo froto la lampara y dio una orden al genio. En una fracción de segundos, Halima y el palacio subieron muy alto por el aire y fueron llevados a la tierra lejana del brujo.
-¡Ahora serás mi mujer! -le dijo el brujo con una estruendosa carcajada. La pobre Halima, viéndose a la merced del brujo, lloraba amargamente.
Cuando Aladino regreso, vio que su palacio y todo lo que amaba habían desaparecido.
Entonces acordándose del anillo le dio tres vueltas. -Gran genio del anillo, ¿dime que sucedió con mi esposa y mi palacio? -preguntó.
-El brujo que te empujo al interior de la cueva hace algunos años regresó mi amo, y se llevó con él, tu palacio y esposa y la lampara -respondió el genio.
Tráemelos de regreso inmediatamente -pidió Aladino.
-Lo siento, amo, mi poder no es suficiente para traerlos. Pero puedo llevarte hasta donde se encuentran. Poco después, Aladino se encontraba entre los muros del palacio del brujo. Atravesó silenciosamente las habitaciones hasta encontrar a Halima. Al verla la estrechó entre sus brazos mientras ella trataba de explicarle todo lo que le había sucedido.
-¡Shhh! No digas una palabra hasta que encontremos una forma de escapar -susurró Aladino. Juntos trazaron un plan. Halima debía encontrar la manera de envenenar al brujo. El genio del anillo les proporciono el veneno.
Esa noche, Halima sirvió la cena y sirvió el veneno en una copa de vino que le ofreció al brujo.
Sin quitarle los ojos de encima, espero a que se tomara hasta la ultima gota. Casi inmediatamente este se desplomo inerte.
Aladino entró presuroso a la habitación, tomó la lampara que se encontraba en el bolsillo del brujo y la froto con fuerza.
-¡Cómo me alegro de verte, mi buen Amo! -dijo sonriendo-.
¿Podemos regresar ahora?
-¡Al instante!- respondió Aladino y el palacio se elevo por el aire y floto suavemente hasta el reino del Sultán.
El Sultán y la madre de Aladino estaban felices de ver de nuevo a sus hijos. Una gran fiesta fue organizada a la cual fueron invitados todos los súbditos del reino para festejar el regreso de la joven pareja.
Aladino y Halima vivieron felices y sus sonrisas aun se pueden ver cada vez que alguien brilla una vieja lampara de aceite.
FIN 

Fonte: http://pacomova.eresmas.net/paginas/A/aladino_y_la_lampara_maravillosa.htm




CAPERUCITA ROJA

    Había una vez una niña muy bonita. Su madre le había hecho una capa roja y la muchachita la llevaba tan a menudo que todo el mundo la llamaba Caperucita Roja.
    Un día, su madre le pidió que llevase unos pasteles a su abuela que vivía al otro lado del bosque, recomendándole que no se entretuviese por el camino, pues cruzar el bosque era muy peligroso, ya que siempre andaba acechando por allí el lobo.
    Caperucita Roja recogió la cesta con los pasteles y se puso en camino. La niña tenía que atravesar el bosque para llegar a casa de la Abuelita, pero no le daba miedo porque allí siempre se encontraba con muchos amigos: los pájaros, las ardillas...
    De repente vio al lobo, que era enorme, delante de ella.
- ¿A dónde vas, niña?- le preguntó el lobo con su voz ronca.
- A casa de mi Abuelita- le dijo Caperucita.
- No está lejos- pensó el lobo para sí, dándose media vuelta.
    Caperucita puso su cesta en la hierba y se entretuvo cogiendo flores: - El lobo se ha ido -pensó-, no tengo nada que temer. La abuela se pondrá muy contenta cuando le lleve un hermoso ramo de flores además de los pasteles.
    Mientras tanto, el lobo se fue a casa de la Abuelita, llamó suavemente a la puerta y la anciana le abrió pensando que era Caperucita. Un cazador que pasaba por allí había observado la llegada del lobo.
    El lobo devoró a la Abuelita y se puso el gorro rosa de la desdichada, se metió en la cama y cerró los ojos. No tuvo que esperar mucho, pues Caperucita Roja llegó enseguida, toda contenta.
    La niña se acercó a la cama y vio que su abuela estaba muy cambiada.
- Abuelita, abuelita, ¡qué ojos más grandes tienes!
- Son para verte mejor- dijo el lobo tratando de imitar la voz de la abuela.
- Abuelita, abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes!
- Son para oírte mejor- siguió diciendo el lobo.
- Abuelita, abuelita, ¡qué dientes más grandes tienes!
- Son para...¡comerte mejoooor!- y diciendo esto, el lobo malvado se abalanzó sobre la niñita y la devoró, lo mismo que había hecho con la abuelita.
    Mientras tanto, el cazador se había quedado preocupado y creyendo adivinar las malas intenciones del lobo, decidió echar un vistazo a ver si todo iba bien en la casa de la Abuelita. Pidió ayuda a un segador y los dos juntos llegaron al lugar. Vieron la puerta de la casa abierta y al lobo tumbado en la cama, dormido de tan harto que estaba.
    El cazador sacó su cuchillo y rajó el vientre del lobo. La Abuelita y Caperucita estaban allí, ¡vivas!.
    Para castigar al lobo malo, el cazador le llenó el vientre de piedras y luego lo volvió a cerrar. Cuando el lobo despertó de su pesado sueño, sintió muchísima sed y se dirigió a un estanque próximo para beber. Como las piedras pesaban mucho, cayó en el estanque de cabeza y se ahogó.     
    En cuanto a Caperucita y su abuela, no sufrieron más que un gran susto, pero Caperucita Roja había aprendido la lección. Prometió a su Abuelita no hablar con ningún desconocido que se encontrara en el camino. De ahora en adelante, seguiría las juiciosas recomendaciones de su Abuelita y de su Mamá.
FIN
   


Fonte: http://pacomova.eresmas.net/paginas/A/aladino_y_la_lampara_maravillosa.htm



COMO TIO CONEJO LES JUGO SUCIO A TIA BALLENA Y A TIO ELEFANTE

COMO TIO CONEJO LES JUGO SUCIO A TIA BALLENA Y A TIO ELEFANTE
Pues señor, allá una vez tío Conejo se fue a cambiar de clima a la orilla del mar.
Un día que andaba dando brincos por la playa se va encontrando con tía Ballena y tío Elefante que estaban en gran conversona.
Tío Conejo se escondió entre unos charrales y paró la oreja para ver en qué estaban.
Y en lo que estaban era en que el uno al otro no hallaban donde ponerse:
Que, --tía Ballena, a usté sí que no hay quien le gane en fuerzas y eso de que ya se tomara usté tener las mías, es hablar por el hueso de la nuca.
Que, --adió tío Elefante, no me salga con eso. Usté sí que es ñeque. Sí, sí, donde se llora está el muerto...
Y que esto, y que el otro, y que por aquí y que por allá.
Bueno, para no cansarlos con el cuento, llegaron a convenir en que los dos tenían fuerzas y que lo mejor que podían hacer era unirse para gobernar toda la tierra.
Pero a tío Conejo no le hicieron naditica de gracia aquellos planes y se puso a pensar: pues lo que soy yo les voy a dar una buena chamarreadan a ese par de monumentos, ¡Ay! ¡y la enredada de pita que les voy a dar!
Y no fue cuento sino que enseguida se puso en funcia: se fue a buscar una coyunda muy fuerte, muy fuerte y muy larga, muy larga; después yo no sé de dónde se hizo de un tambor que escondió entre unos matorrales y corrió a buscar a Tía Ballena. Por fin dió con ella.
--Tía Ballenita de Dios. ¡Qué a tiempo me la encuentro! ¡Viera qué caballada me ha pasado! ¿Pues no se me metió la única vaquita que tengo entre un barril como a media legua de aquí?
--No diga eso niñó, ¿y eso cómo?
--¡Sepa Judas! El caso es que allí me la tienen en ese atolladero y como es tan poquita, está llora y llora, con el barro hasta el pescuezo. Por vida suyita Tía Ballena, sáqueme de este apuro, usté que es el más fuerte de todos los animales y además tan noble.
Tía Ballena se volvió muy chiquiona al oir estos pericos y al momento se puso a las órdenes de Tío Conejo.
¡No faltaba más, sino que se le fuera a ahogar en barro su vaquita, estando ella allí!
--¡Quién otra lo podía hacer! --dijo Tío Conejo--. Bien me lo habían dicho, que no la vieran tan grande que hasta que da miedo, pero con un corazón que es un alfeñique! Lo que vamos a hacer es que yo voy a amarrarle una punta de esta coyunda de la cola y la otra voy a ver cómo se la amarro a mi vaquita. Cuando todo esté listo toco en mi tambor. Al oir el redoble, se me pone usté a jalar con toda alma.
--Ni diga más Tío Conejo, no me llamo Tía Ballena si no se la saco aunque es´te hundida hasta los cachos.
De veras, Tío Conejo amarró la coyunda de la cola de Tía Ballena y después el muy papelero, cogió tierra adentro haciéndose el afanado. Apenas calculó que la otra no lo veía se puso a baiñar en una pata y a cantar.
Después se fue a buscar a Tío Elefante y cuando lo divisió se hizo el ancontradizo: --¡Ay Tío Elefante, sólo Dios pudo habérmelo reparado! ¡vieras en las que ando!
--¿Qué es la cosa hombré? --preguntó Tío Elefante.
--¿Pues qué me había de pasar? Que le parece que tengo una novillita chúcar que se me ha metido entre un barril a media legua de aquí y no hay modo de sacarla. Allí estoy desde buena mañana sudando la gota gorda y la confisgada cada vez se hunde más. Mire Tío Elefante, usté que es tan fuerte y tan noble, que dicen que nadie le gana, por qué no hace una gracia conmigo y de un tironcillo con su trompa, como quien no quiere la cosa, me la saca.
Tío Elefante le dijo que bueno, que le explicara lo que tenía que hacer.
Tío Conejo contestó: --Pues nada más que dejarse amarrar el extremo de esta coyunda de su trompa. Enseguida iré yo y con mil y tantos trabajos amarraré mi novillita de la otra punta. Cuando todo esté listo redoblaré en mi tambor y entonces usté se pone a jalar con toda alma porque está muy metida.
--No tengás ciudado y aunque fuera más pesada que mil vacas juntas yo la saco. Si eso es un juguete para mí. Amarrá bien, hombré.
Tío Conejo le requintó bien la coyunda en la trompa y luego se alejó en una pura micada como si fuera muy agradecido.
Así que estuvo a la mitad de la distancia entre los dos, sacó el tambor y se puso a redoblar.
Tía Ballena comenzó a tirar,pero la vaquita no tenñia trazas de salir. Tío Elefante jalaba y jalaba y nada.
--¡Demontres con la vaquita para pesar!
--¡Carasta! Si la novillita chúcara pesa más de lo que yo pensaba.
Y siguieron cada uno por su lado a más y mejor.
En una de tantas, como Tío Elefante se iba arrollando al coyunda en la trompa, se trajo a Tía Ballena a tierra; pero Tía Ballena se calentó tanto, que no supo a qué horas se tiró al agua y fue a dar al fondo y ya me tienen al otro patas arriba corriendo hacia la playa sobre el espinazo.
Del colorón dió tal jalonazo que se volvió a traer a Tía Ballena a la superficie.
--¿Quién es el atrevido que está en ese juguete conmigo? ¡Conque esa era la vaquita?
--¿Quién es el tal por cual que no me respeta? ¡Miren la novillita chúcara! -- gritó Tío Elefante que había hecho a un lado su cachaza y estaba más caliente que un avispero alborotado.
¡En esto se van viendo!
¡Ave María, Gracia Plena! ¡Aquello sí que era contento! ¡Qué bocas y lo que se dijeron!
--¡Yo te contaré, trompudo, labioso, poca pena! ¿No te da verguenza ver que te cogí la maturranga? ¡Creyó que yo me iba a dejar, como soy una triste mujer, para quedarse gobernando solo!
--¡Callate vieja bocona. A vos que no se te puede creer! ¡Quería salir de mí para quedarse reinando ... ! ¡Convidándome para que gobernáramos juntos y ya con su tortón entre la jupa!
Y no fue cuento, sino que se pusieron otra vez a tirar de la coyunda cada uno por su lado. Por fin la coyunda no resistió y ¡Trac! reventó y Tía Ballena bien acardenalada y con la cola desollada fue a parar a los profundos y Tío Elefante fue a dar por allá, otra vez patas arriba, con la trompa bien luyida. Y Tío Conejo que ya no aguantaba el estómago de tanto reir, escondido entre los charrales.
No hay para qué decir que Tío Elefante y Tía Ballena quedaron enemigos y se quitaron el habla para siempre. Y cabalmente eso era lo que Tío Conejo andaba buscando, para que no volvieran a hacer planes de gobarnar ellos dos la tierra. 

Fonte: http://pacomova.eresmas.net/paginas/A/aladino_y_la_lampara_maravillosa.htm